La velocidad
La velocidad está inseparablemente unida al hecho de circular. Siempre que algo se mueve va a una velocidad por pequeña que ésta sea. El problema está, por tanto, en ir a determinada velocidad, pero con capacidad de control sobre la misma. Trasladando tal aseveración al ámbito de la circulación rodada, la anterior deducción es igualmente aplicable, pues el conductor de un vehículo debe ir siempre a una velocidad que le permita controlar y detenerse con seguridad ante cualquier incidente, dicho de forma más técnica que la distancia de frenado sea siempre más corta que la distancia libre visible delante del vehículo.
Cuando sube la aguja del velocímetro, no sólo aumentan los kilómetros por hora, sino también lo hacen la distancia de reacción y frenado, el intervalo de seguridad y la anticipación con que hay que prever maniobras y situaciones tráfico, y en el lado opuesto, se reducen las capacidades de respuesta. De ahí la peligrosidad que enmascaran los excesos de velocidad, que protagonizan sobre el 30% de los accidentes en carretera, agravando además en el resto de percances las consecuencias.
¿Por qué los límites de velocidad?
Con las actuales dimensiones y las potenciales posibilidades del panorama circulatorio, es inevitable tener que fijar unas reglas del juego aplicables a toda una colectividad, en función de la seguridad, la formación de los conductores, el estado de las carreteras, parque móvil, categoría del vehículo, y un largo etcétera de variables, de lo contrario circular sería una competición sin reglas y, por lo tanto, injusta y caótica. Las normas proceden del Estado y se dirigen a toda la sociedad, por ello es preciso establecer un límite accesible a todos (los buenos y regulares conductores, los que tienen coches potentes y a los que les cuesta pasar la ITV para circular por autopistas autovías y también por carreteras bacheadas,...).